lunes, 28 de abril de 2014

Capítulo 33

   Y hablando de chicas; cuando estudiaba, en uno de mis últimos años en el instituto, me pasó algo curioso: una chica intentó ligar conmigo. No es algo que me pasase todos los días, por eso lo recuerdo; sin embargo yo sí que hice lo que suelo hacer todos los días, el gilipollas.

   Resulta que en mi instituto había dos turnos, uno de mañana y otro de tarde. Yo tenía turno de mañana, pero los jueves tenía tres horas que coincidían en el turno de tarde. Era un fastidio porque cuando tenía que quedarme tenía que esperar por el bus más allá de las nueve y media; el día se hacía larguísimo.

   Aquella tarde solo había tenido clase las dos primeras horas. Todos mis compañeros se largaron; tenían coche propio, o moto, o tenían quien les fuese a buscar, así que a eso de las cinco me quedé solo. Me senté junto a la puerta principal, no tenía que ir a ningún lugar y tocaba esperar hasta las nueve. Me puse a leer un folleto sobre calefactores, cualquier cosa vale para esperar y ver pasar las horas.

   Entonces, sin levantar la vista en ningún momento, vi como pasaban ante mí un precioso par de piernas. Un minuto después vuelven a pasar; estaba seguro de que eran las mismas piernas que habían pasado antes, aunque en todo momento había evitado levantar la vista del folleto. Una vez más observé por el rabillo del ojo como aquellas piernas volvían para pasar frente a mi; esta vez la curiosidad me pudo. Esperé al momento en que creía que ya habían pasado y levanté la vista. Para mi sorpresa me encontré con que la propietaria de aquellas piernas me estaba mirando, y justo en aquel momento se paró.

   - ¡Buenas tardes eh! - Dijo como si me conociese de algo y se estuviese quejando de que no la hubiera saludado.

   Era una chica no muy alta, ni gorda ni flaca, normal; con una camiseta blanca muy holgada, un bonito escote, y unos vaqueros tuneados, creo que ahora lo llaman shorts, muy ajustados, que dejaban al aire aquellas preciosas piernas que habían llamado mi atención. Intenté responder, lo juro; incluso llegué a mover los labios, pero, no sé si por la sorpresa o porque tenía la garganta seca, mi voz apenas se escuchó.

   - ¿Qué pasa? ¿No puedes hablar? - Dijo con tono burlón - ¿Se te ha comido la lengua el gato?

   Yo sonreí y negué con la cabeza; quería decir que no, que el gato no se me había comido nada, y que no sabía por qué no me había salido la voz, pero ella ya había entendido otra cosa.

   - ¡Oh!- Su cara cambió, de repente dejó de sonreir, parecía preocupada - Lo siento, perdóname.

   Nada más decir eso se fue. La seguí con la mirada hasta que entró por la puerta y desapareció de mi vista. Miró atrás en dos ocasiones, siempre con la cara triste, como si hubiese hecho algo terrible, avergonzada. Yo tardé unos segundos en entender lo que había pasado; supuse que la chica se había sentido violenta al entender que yo era mudo, y ella, en cierto modo, se había burlado de mí. O algo así, no seré yo ahora el que presuma de comprender la mente femenina.

   A partir de aquel día la veía con frecuencia; al verme me dedicaba una sonrisa y saludaba, yo le devolvía el saludo pero nunca me paraba. No creí que fuese una buena idea acercarme a pedir disculpas y explicarle la situación, no sabía como hacerlo; pensé que era mejor dejar la cosa como estaba, de todas formas pronto me iría de allí y no volvería a verla. Mantener la farsa por un día a la semana en el que podíamos coincidir me parecía fácil, y sabía que si intentaba explicarme podía hacerlo peor. En serio, dí por hecho que dejar así el malentendido era una buena idea justo hasta aquel día en que, mientras discutía con un colega de clase sobre un trabajo, la escuché hablar a mi espalda.

   - Mira... ¡El pobre mudito, ahora habla!

   Me giré y allí estaba, pero tampoco esta vez esperó a que me explicase, solo dijo eso y se marchó. Después de eso volví a cruzármela alguna vez más, pero ya no tenía sonrisa para mi; la había cambiado por una mirada asesina y una cara de malas pulgas. Tampoco entonces me atreví a hablar con ella.

   En fin..., que como yo pensaba, a las pocas semanas me fui de allí y ya no volví a verla nunca más. Es una espinita que tengo ahí clavada. Y ahora mismo no recuerdo que tenía que ver esto con la chica de los ojos verdes de la otra punta de la barra, cada día se me va un poco más la olla, tienes que perdonarme.

lunes, 21 de abril de 2014

Capítulo 32

   Todos los sábados por la mañana, después de dejar a mi chica en el trabajo, me acercaba a tomar café al bar que había justo en frente. A veces nos levantábamos con el tiempo muy justo y llegábamos allí sin desayunar, entonces solía acercarle un café y un cruasán. Y aunque mi chica pronto dejó el café y el croasan, por no sé que historias de una dieta, yo seguí parando todas las mañanas, aquella magdalena que ponían con el café no tenía comparación con los cereales ligt que había en casa.

   El bar en sí, visto desde fuera no era gran cosa, y una vez dentro no mejoraba mucho que digamos. De no haber parado allí los primeros días seguramente nunca habría entrado. Pero ahora ya se había convertido en un ritual: el primer café de la mañana con su magdalena y un vistacito a la prensa del día; así después podía caminar mientras alguna noticia daba vueltas en mi cabeza, una manera de atormentarse tan buena como cualquier otra.

   Aquella mañana entré al bar a la hora de siempre, las ocho menos cinco. Nada más entrar hice un gesto al camarero y me hice con uno de los periódicos. Como casi siempre a esa hora no había ningún cliente. Me senté en mi esquina de la barra y en unos segundos ya me habían servido el café. Ojeé la prensa, vertí el azucarillo en la taza y removí lentamente mientras leía. Entonces me di cuenta, mi magdalena no estaba.

   Me quede un rato mirando fijamente al camarero, pero ya se había puesto a leer el Marca. Dos señoras mayores, una de ellas clavadita a la reina de Inglaterra, entraron en aquel momento y se sentaron en la mesa de la entrada. Era la mejor mesa del local, junto a la ventana. Desde allí se podía ver toda la calle, pero yo nunca me sentaba porque era una mesa para ocho y no me parecía correcto ocuparla yo solo. Me importaba un bledo que se sentasen allí ¿Quién era yo para juzgar a la reina de Inglaterra? Pero reconozco que pensé que las señoras tenían mucha cara estando el local lleno de mesas para dos, por muy de la realeza que fueran.

   Desde donde estaba sentado podía ver perfectamente la cesta llena de magdalenas junto al molinillo de café; magdalenas había. Me hice el remolón, no quería empezar mi café sin mi magdalena, así que me quedé mirando al camarero. Le seguí con la mirada mientras servía a las señoras junto a la ventana; un café con leche y un té con sus respectivas dos magdalenas. El camarero volvió a la barra y se puso otra vez a leer el Marca. Me di por vencido, entendí que aquella mañana me iba  a quedar sin magdalena.

   Reconozco que es un poco estúpido por mi parte, si tantas ganas tenía de una magdalena solo tenía que pedirla. Pero yo no quería pedir la magdalena. Si quisiese bollería hubiese pedido una napolitana o un cruasán con el café, pero no se trataba de eso. Yo quería mi magdalena; me sentía con el mismo derecho a ella que las señoras de la ventana; o magdalenas para todos o para ninguno. Estaba enfadado.

   Supongo que aquel señor no lo hizo a posta, pero yo me lo tomé como algo personal. El sábado siguiente cuando pasé ante la puerta del bar pasé de largo, y me dirigí hacia el que había al fondo de la calle, el del gran toldo rojo. Cada vez que pasaba por allí me llamaba la atención aquel gran toldo de color rojo con las palabras "Café - Bar"; parecía que alguien se había olvidado de poner el nombre del bar, nombre que sin embargo sí podía leerse sobre la puerta de entrada: El Sereno, un curioso nombre para un bar. Nada más entrar pedí un café con leche, me hice con la prensa y me senté en una esquina de la barra.

   - ¿Un pinchito de tortilla? - Preguntó la camarera mientras me servía el café.
   - Gracias. - Respondí.

   Fue en aquel momento, al levantar la vista, cuando ví por primera vez aquellos dos ojos verdes que me miraban desde la otra punta de la barra.

lunes, 14 de abril de 2014

Capítulo 31

   Aunque no te lo creas no saltó loca de contenta cuando se lo propuse, tampoco lo esperaba. Nos casamos un sábado de un mes de junio en un pequeño ayuntamiento donde no conocíamos a nadie. Un compañero del trabajo y su novia hicieron el papel de testigos y después nos invitaron a comer en un local del pueblo, decían que había que celebrarlo. Es lo que se llama una boda minimalista, ni siquiera tuve que comprarme una corbata. Tuvo su momento romántico, aunque no te lo creas.

   Una amiga me preguntaba hace unas semanas si debía casarse o no, llegado el momento. Pues..., llegado el momento lo normal es casarse, sino, es que el momento no ha llegado. No supe si hacía bien diciéndole que sí, o quizás debía quedarme en el tópico y gritar: "¡Ni se te ocurra!" Así que ejercí como gallego, expertos en responder este tipo de preguntas, y le contesté con un "depende". Siempre hay un momento en el que merece la pena echar mano de los tópicos.

   La típica broma sobre los homosexuales, de que se casen para que se jodan como nos jodemos los demás, solo tiene gracia en un contexto. La mayoría de la gente asocia el matrimonio a un lugar terrible donde se pierde la libertad y se es infeliz, el infierno; Pero no es así. Quiero creer que no es así, aunque como siempre digo, tú no me hagas mucho caso porque yo de esto no entiendo.

   El matrimonio no te hace ser ni más ni menos libre, ni más ni menos guapo, ni más ni menos gordo. No, no es el matrimonio el que engorda. Es el hecho de unirte a una persona, de compartir tu vida con alguien, lo que hace que vayan surgiendo roces fruto de esa convivencia. ¿Normal? No sé si es normal o no, pero es lo que pasa. Todo influye cuando convives con una persona: la manera de afrontar los problemas económicos, las enfermedades, el horario de trabajo, eso de dejar los calzoncillos tirados en el baño... Pero todos esos problemas los tendrías igual si no te hubieras casado. No me cuentes que tu hijo lo entenderá mejor cuando le digas que solo erais novios, y tampoco me hables de dinero, el dinero no tiene nada que ver con el matrimonio. Solo conozco un método infalible para no tener nunca problemas con tu pareja: no tener pareja.

   ¿De verdad crees que esa relación se ha estropeado por culpa de una firma en un papel? Tampoco voy a negarlo categóricamente, no tengo pruebas. Es posible que los jueces, alcaldes, e incluso los curas que se dedican a estos menesteres, tengan unos bolígrafos malditos, puestos allí por el mismísimo diablo, que destrozan el amor que existe entre dos almas cada vez que los tocas. Es posible. Todo es posible. También es cierto que si no nos casamos, no tendremos a quién culpar del fracaso de nuestra relación. Y tener a quién culpar siempre es interesante, aunque sea a un bolígrafo.

   Como dice mi amiga, lo que viene después lo llaman "viaje de novios" y no "viaje de casados", por algo. Será que los efectos del boli no son inmediatos y empiezan a hacer efecto pasado un tiempo. En mi caso el matrimonio no cambió nada de lo que sentía. Yo, al día siguiente, seguía igual de enamorado de mi chica que el día anterior, y mi esposa - Que es como dijo la señora juez que debía llamarla a partir de entonces, aunque yo en eso nunca le hice caso - estoy seguro de que pensaba lo mismo.

   Nuestra manera de vivir no notó ningún cambio por aquello de habernos casado. Tampoco nadie a nuestro alrededor, a parte de los dos testigos que tuvimos que llevar a la boda, se enteró de que algo había cambiado. La rutina, esa famosa rutina que dicen arruina los matrimonios, hacía años que estaba instalada en nuestras vidas, ya era de la familia. A mí me gustaba mi rutina; me gustaba mi vida con Sonia, por eso me casé con ella.

   No cambié nada sustancial en mi día a día después de la boda, todo siguió igual, y seguramente todo hubiera continuado así durante mucho tiempo si no hubiera sido por aquel incidente con la magdalena.