Resulta que en mi instituto había dos turnos, uno de mañana y otro de tarde. Yo tenía turno de mañana, pero los jueves tenía tres horas que coincidían en el turno de tarde. Era un fastidio porque cuando tenía que quedarme tenía que esperar por el bus más allá de las nueve y media; el día se hacía larguísimo.
Aquella tarde solo había tenido clase las dos primeras horas. Todos mis compañeros se largaron; tenían coche propio, o moto, o tenían quien les fuese a buscar, así que a eso de las cinco me quedé solo. Me senté junto a la puerta principal, no tenía que ir a ningún lugar y tocaba esperar hasta las nueve. Me puse a leer un folleto sobre calefactores, cualquier cosa vale para esperar y ver pasar las horas.
Entonces, sin levantar la vista en ningún momento, vi como pasaban ante mí un precioso par de piernas. Un minuto después vuelven a pasar; estaba seguro de que eran las mismas piernas que habían pasado antes, aunque en todo momento había evitado levantar la vista del folleto. Una vez más observé por el rabillo del ojo como aquellas piernas volvían para pasar frente a mi; esta vez la curiosidad me pudo. Esperé al momento en que creía que ya habían pasado y levanté la vista. Para mi sorpresa me encontré con que la propietaria de aquellas piernas me estaba mirando, y justo en aquel momento se paró.
- ¡Buenas tardes eh! - Dijo como si me conociese de algo y se estuviese quejando de que no la hubiera saludado.
Era una chica no muy alta, ni gorda ni flaca, normal; con una camiseta blanca muy holgada, un bonito escote, y unos vaqueros tuneados, creo que ahora lo llaman shorts, muy ajustados, que dejaban al aire aquellas preciosas piernas que habían llamado mi atención. Intenté responder, lo juro; incluso llegué a mover los labios, pero, no sé si por la sorpresa o porque tenía la garganta seca, mi voz apenas se escuchó.
- ¿Qué pasa? ¿No puedes hablar? - Dijo con tono burlón - ¿Se te ha comido la lengua el gato?
Yo sonreí y negué con la cabeza; quería decir que no, que el gato no se me había comido nada, y que no sabía por qué no me había salido la voz, pero ella ya había entendido otra cosa.
- ¡Oh!- Su cara cambió, de repente dejó de sonreir, parecía preocupada - Lo siento, perdóname.
Nada más decir eso se fue. La seguí con la mirada hasta que entró por la puerta y desapareció de mi vista. Miró atrás en dos ocasiones, siempre con la cara triste, como si hubiese hecho algo terrible, avergonzada. Yo tardé unos segundos en entender lo que había pasado; supuse que la chica se había sentido violenta al entender que yo era mudo, y ella, en cierto modo, se había burlado de mí. O algo así, no seré yo ahora el que presuma de comprender la mente femenina.
A partir de aquel día la veía con frecuencia; al verme me dedicaba una sonrisa y saludaba, yo le devolvía el saludo pero nunca me paraba. No creí que fuese una buena idea acercarme a pedir disculpas y explicarle la situación, no sabía como hacerlo; pensé que era mejor dejar la cosa como estaba, de todas formas pronto me iría de allí y no volvería a verla. Mantener la farsa por un día a la semana en el que podíamos coincidir me parecía fácil, y sabía que si intentaba explicarme podía hacerlo peor. En serio, dí por hecho que dejar así el malentendido era una buena idea justo hasta aquel día en que, mientras discutía con un colega de clase sobre un trabajo, la escuché hablar a mi espalda.
- Mira... ¡El pobre mudito, ahora habla!
Me giré y allí estaba, pero tampoco esta vez esperó a que me explicase, solo dijo eso y se marchó. Después de eso volví a cruzármela alguna vez más, pero ya no tenía sonrisa para mi; la había cambiado por una mirada asesina y una cara de malas pulgas. Tampoco entonces me atreví a hablar con ella.
En fin..., que como yo pensaba, a las pocas semanas me fui de allí y ya no volví a verla nunca más. Es una espinita que tengo ahí clavada. Y ahora mismo no recuerdo que tenía que ver esto con la chica de los ojos verdes de la otra punta de la barra, cada día se me va un poco más la olla, tienes que perdonarme.
- ¡Buenas tardes eh! - Dijo como si me conociese de algo y se estuviese quejando de que no la hubiera saludado.
Era una chica no muy alta, ni gorda ni flaca, normal; con una camiseta blanca muy holgada, un bonito escote, y unos vaqueros tuneados, creo que ahora lo llaman shorts, muy ajustados, que dejaban al aire aquellas preciosas piernas que habían llamado mi atención. Intenté responder, lo juro; incluso llegué a mover los labios, pero, no sé si por la sorpresa o porque tenía la garganta seca, mi voz apenas se escuchó.
- ¿Qué pasa? ¿No puedes hablar? - Dijo con tono burlón - ¿Se te ha comido la lengua el gato?
Yo sonreí y negué con la cabeza; quería decir que no, que el gato no se me había comido nada, y que no sabía por qué no me había salido la voz, pero ella ya había entendido otra cosa.
- ¡Oh!- Su cara cambió, de repente dejó de sonreir, parecía preocupada - Lo siento, perdóname.
Nada más decir eso se fue. La seguí con la mirada hasta que entró por la puerta y desapareció de mi vista. Miró atrás en dos ocasiones, siempre con la cara triste, como si hubiese hecho algo terrible, avergonzada. Yo tardé unos segundos en entender lo que había pasado; supuse que la chica se había sentido violenta al entender que yo era mudo, y ella, en cierto modo, se había burlado de mí. O algo así, no seré yo ahora el que presuma de comprender la mente femenina.
A partir de aquel día la veía con frecuencia; al verme me dedicaba una sonrisa y saludaba, yo le devolvía el saludo pero nunca me paraba. No creí que fuese una buena idea acercarme a pedir disculpas y explicarle la situación, no sabía como hacerlo; pensé que era mejor dejar la cosa como estaba, de todas formas pronto me iría de allí y no volvería a verla. Mantener la farsa por un día a la semana en el que podíamos coincidir me parecía fácil, y sabía que si intentaba explicarme podía hacerlo peor. En serio, dí por hecho que dejar así el malentendido era una buena idea justo hasta aquel día en que, mientras discutía con un colega de clase sobre un trabajo, la escuché hablar a mi espalda.
- Mira... ¡El pobre mudito, ahora habla!
Me giré y allí estaba, pero tampoco esta vez esperó a que me explicase, solo dijo eso y se marchó. Después de eso volví a cruzármela alguna vez más, pero ya no tenía sonrisa para mi; la había cambiado por una mirada asesina y una cara de malas pulgas. Tampoco entonces me atreví a hablar con ella.
En fin..., que como yo pensaba, a las pocas semanas me fui de allí y ya no volví a verla nunca más. Es una espinita que tengo ahí clavada. Y ahora mismo no recuerdo que tenía que ver esto con la chica de los ojos verdes de la otra punta de la barra, cada día se me va un poco más la olla, tienes que perdonarme.